A tí, amigo Ricardo
Desde mi Feddán.
Por: ahmed Mgara
A Ricardo J Barceló, poeta tetuaní.
Sobre
las ocho palmeras del Feddán se extendía un policromo abanico de
anaranjadas sinfonías que anunciaban la llegada de un nuevo ocaso. Las
golondrinas sobrevolaban la inmensidad del espacio atravesando la plaza
de norte a sur en sincronizados vuelos que dibujaban angelicales versos
llenos de alma y de paz.
En los cafetines que circundaban el
diámetro opaco de la antesala del cielo se dispersaban las sillas
carcomidas alrededor de unas mesas con cobertura de mármol blanco
tatuado de difusiones negras propias sólo de los mármoles de Macael.
Entre
chilabas arraigadas y gorros de variopintos colores rojos y albinegros
se vislumbraban rostros cansados de tantos años de ires y venires por
los avatares de la existencia. Muchas arrugas y muchas oquedades en los
bolsillos disecados de tanta necesidad y aprietos. Gente muy mayor que
hablaba de sus hazañas en Teruel y en el cerco de Madrid, de Sevilla y
de la toma del Alcázar de Toledo con nombres de militares que ganaron
una guerra en la que tomaron partido a cuenta de no se sabía quién.
Atravesando
las andalusíes rejas de los cafetines, se escapaban notas de fastuosas
canciones que emitían los gramófonos con voces de Om Koltum y Abdel
Wahab desintegrando la sensibilidad de quienes se deleitaban con sus
genialidades.
El Feddán, lleno de orgullo, se levantaba sobre su
pedestal para oír mejor a los muecines de los santuarios, que protegían
sus encantos de las manos de las eras, llamar a la devoción de la
oración de cada ocaso. Se pararon los gramófonos haciendo parar las
fichas de dominó y dejando descansar las hojas de las desfasadas y
gastadas barajas de cartón. Se podía ver como las abejas dejaban de
reposar sus vuelos sobre la menta ahogada en los vasos de té más
azucarados.
Algunos gatos circundaban los lugares más recónditos
procurando apartarse de los muchachos traviesos por temor a patadas que
los enviaba a vuelos tempranos que muchas veces acababan con algún
miembro de los felinos roto. Mientras, algún can desvalido y sin amo
que cuide de él va descarriado buscando algún resto de bocata que algún
cafre pudiera haber tirado al suelo.
Las luces de la calle, las
que no tenían fundidas las lámparas empezaban a chispear poco a poco
alrededor de la plaza y, algunas parejitas empezaban a dejarse ver
dando su paseo de cada atardecer para llenas los pechos de olor a
naranjo y romance. Mientras que otros empezaban a ocupar las sillas que
aún estaban libres y se preparaban para llenar la pipa de su sebsi con
la hierba blanda del kifi.
Las palmeras del Monte, como cada
tarde, empezaban a codearse intentando elevarse más que las otras
compañeras moviendo sus verdes melenas que desprendían rocío en el
rugir de sus bailes. Recuerdo que, incluso la alfombra mágica que
cubría el suelo del Feddán empezaba a dar la impresión de que se movía
por efecto del vientecillo que empezaba a soplar para refrescar la
calidez del día. Una vez, nos decía una sabia mujer del lugar, incluso
la luna se bajó de su balcón de plata para peinar la alfombre y, luego,
regarla con agua de azahar y perfumes extraídos de Bagdad por una hada
que halló en Tetuán la morada perfecta para su bondad.
El Feddán
volvía a resurgir cada tarde igual que resurgía en el alba. Es más
nunca se resquebrajaba. Era todo alegría y jolgorio. Alma y poesía
engalanada con la flor más perfumada y la rusa más deseada. No tenía,
el Feddán sensualidades que no fueran sublimes sensaciones de elegancia
y de mágicas composturas.
Fue nido de nuestra niñez y atalaya para
nuestros sueños. L recorríamos o andábamos con tanto cuidado para no
estropear su alfombre que sentíamos nuestro cuerpo volando de alegría y
de ilusión. Eramos niños felices atravesando los coros de viejecitos
que no tenían más futuro que sus recuerdos de la guerra de Franco que
ganaron pagando caramente la medalla de latón que les pincharon en el
pecho y las dos perras gordas que recibían por ser antiguos
combatientes del ejército español, ganador y no perdedor.
Así son
los recuerdos de mi niñez en la adorable plaza del Feddán. Edénica
plaza del pueblo donde siempre se sintió la fusión de lo espiritual con
el alma de cada ciudadano. Plaza que obligaba a la poesía a brotar de
lo más recóndito del alma para deleite de quién la podía necesitar. De
aquel viejo Feddán solo que dan las ocho palmeras que llevan, cada una
de ellas, el nombre de una ciudad andalusí y los recuerdos en la
alforja de cada vividor y de cada ave que aún sobrevuela el lugar.